Como todos los dones de Dios, el Espíritu Santo se recibe por fe (ver Gálatas 3:5). Para tener fe para recibir, el creyente primeramente debe estar convencido que la voluntad de Dios para él es ser bautizado en el Espíritu Santo. Pero si duda, no recibirá el bautismo (ver Santiago 1:6-7).
Ningún creyente tiene una buena razón para no creer que la voluntad de Dios para él es recibir el Espíritu Santo, porque Jesús dijo claramente que esta era la voluntad de Dios:
“Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?”(Lucas 11:13).
Esta promesa que viene de los labios de Jesús debe convencer a cada hijo de Dios que la voluntad de Dios es que recibamos el Espíritu Santo.
Este mismo verso también apoya la verdad de que el ser bautizado en el Espíritu Santo ocurre después de la salvación, porque Jesús aquí le promete sólo a los hijos de Dios (los únicos que tienen a Dios como su “Padre celestial”) que Dios les daría el Espíritu Santo si se lo pedían. Por supuesto, si la única experiencia que uno tuviera con el Espíritu Santo fuera el nacer de nuevo en el momento de la salvación, entonces la promesa de Jesús no tendría sentido. Al contrario de ciertos teólogos modernos, Jesús creía que era apropiado para cada persona que ya había nacido de nuevo, pedirle a Dios que le diera el Espíritu Santo.
De acuerdo con Jesús, sólo existen dos condiciones que tenemos que cumplir para recibir el Espíritu Santo, primero, Dios tiene que ser nuestro Padre, lo que ocurre cuando nacemos de nuevo. Segundo, debemos pedirle el Espíritu Santo.
Aunque recibir el Espíritu Santo por la imposición de manos es bíblico (ver Hechos 8:17; 19:6), dicho acto no es absolutamente necesario. Cualquier cristiano puede recibir el Espíritu Santo por sí mismo en el lugar donde ora. Él simplemente tiene que pedirlo, recibirlo por fe y empezar a hablar en lenguas tal como el Espíritu le guíe.