Tal vez el error más común que cometen los líderes cristianos es descuidar sus matrimonios y familias por dedicarse a sus ministerios. Ellos se justifican diciendo que su sacrificio es “por la obra de Dios”.
Este error se remedia cuando el ministro que hace discípulos se da cuenta que su verdadera obediencia y devoción a Dios es reflejada por las relaciones con su esposa y sus hijos. Un ministro no puede decir que es entregado a Dios, si no ama a su esposa como Cristo ama a la iglesia, o si se niega a pasar el tiempo necesario con sus hijos para criarlos en el cuidado y amonestación de Dios.
Inclusive, el dejar a un lado a la esposa y a los hijos por causa del “ministerio” es usualmente una prueba clara de un ministerio carnal que se hace en el poder y fuerza de uno mismo. Muchos pastores institucionales que cargan con mucho trabajo son un ejemplo de esto, pues siempre se encuentran exhaustos por mantener todos los programas en orden.
Cristo promete que su yugo es fácil y su carga ligera (ver Mateo 11:30). Dios no llama a ningún ministro para que muestre su devoción por el mundo y la iglesia dejando a su familia sin su amor. De hecho, un requisito para cualquier anciano es que debe gobernar bien su casa (ver 1 Timoteo 3:4). Sus relaciones con su familia son la prueba de su ejercicio en el ministerio.
Aquellos que son llamados a viajar por causa del ministerio y que deben pasar mucho tiempo lejos de sus familias, deben pasar tiempo extra con sus familias cuando se encuentran en casa. Los miembros del cuerpo de Cristo deben hacer todo lo que se encuentre a su alcance para hacer tales arreglos posibles. El ministro que hace discípulos se da cuenta que sus propios hijos son sus primeros discípulos. Si falla en esta tarea, no tiene derecho de discipular a otros fuera de casa.