La santificación: Santidad progresiva

 

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil y ligera mi carga (Mt. 11:28-30).

Muy pocos cristianos profesantes debatirían que la escritura arriba citada es una invitación a la salvación directa de los labios de Jesús. Se usa con frecuencia en sermones evangelísticos. Jesús estaba ofreciendo descanso al fatigado. No estaba precisamente hablando de fatiga física para los que están cansados físicamente. Más bien, él estaba prometiendo descanso a las almas (v. 29) cargadas de pecado y culpa. Estaba ofreciendo salvación. ¿Pero cómo se recibe esta salvación? Jesús dice que se recibe llevando su yugo sobre nosotros.

Tal vez la interpretación antinómica predilecta de lo que significa llevar el yugo de Jesús es la siguiente: Supuestamente, Jesús está usando un yugo doble que quiere compartir con nosotros. La “prueba” de la interpretación es que Jesús se refiere al yugo como “Mi yugo”, indicando que debe ser un yugo alrededor de su propio cuello. “Y por supuesto”, el antinómico piensa, “Jesús no quiere decir que Él desea transferir ese yugo de su cuello al mío, así que debe tener dos yugos, ¡dispuestos para dos bueyes! Él entonces quiere que yo esté unido a Él por fe, inseparablemente unido en nuestro viaje al cielo”.

Pero esta interpretación tan improbable se aleja de la realidad por completo. El tomar el yugo de Jesús es simbólico del sometimiento a su autoridad. Él no tiene un yugo doble alrededor de su cuello que quiera compartir con nosotros. Él, el maestro, sostiene un yugo en sus manos, parado frente a todos los bueyes salvajes que en la actualidad laboran bajo una carga de culpa, enyugados al pecado. Él les dice “si desean descansar, existe sólo una manera de obtenerlo. Tomen mi yugo. Quiero ser su Dueño, pero deben someterse a mí. Háganse mis discípulos; apóyense en mí, y la pesada carga sobre sus almas será levantada. El yugo que colocaré sobre ustedes será fácil, y la carga que tienen que llevar será liviana, porque mi Santo Espíritu les capacitará para obedecerme. Una vez que se hayan sometido a mí y a mi señorío, renacerán espiritualmente; luego mis mandamientos no serán gravosos” (ver 1 Jn. 5:3).

“Llevar el yugo” es simbólico de someterse a la autoridad de otro. La Escritura frecuentemente usa las imágenes del yugo de esta manera.[1] Aquellos que realmente creen en Jesús se someten a su autoridad. El buey enyugado tiene una razón de ser: su servicio al dueño. Tal vez el buey no sepa lo que el dueño quiere de él, pero su voluntad se somete. Está listo para ir al trabajo.

La santificación definida

Este capítulo se refiere a la santificación, o a la creciente santidad experimentada por aquellos que han nacido de nuevo. Ser santificado significa “ser apartado para uso santo”, vemos que es una palabra que describe hermosamente el plan de Dios para cada creyente auténtico. El Nuevo Testamento usa la palabra en dos tiempos verbales: pasado y presente. Los creyentes han sido santificados y están siendo santificados. El tiempo pasado revela la intención de Dios—Él ha perdonado nuestros pecados y nos ha dado su Santo Espíritu para apartarnos para su santo uso.[2] El tiempo presente revela el proceso en marcha del cumplimiento de su intención—estamos continuamente y de una manera creciente siendo usados para los santos propósitos de Dios.[3]

Desdichadamente, para muchos cristianos profesantes, la santificación no es sino una teoría, pues nunca han nacido de nuevo, lo cual es absolutamente esencial para la santificación. Pero muchos están convencidos de que han sido justificados en Cristo aunque no hay evidencia de santificación en sus vidas. Las Escrituras nos dicen, sin embargo, que con la justicia viene también la santificación:

Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho… . justificación, santificación y redención… y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios (1 Co. 1:30; 6:11, énfasis del autor).

Juan escribió,

Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él… . Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo.

Muchos cristianos profesantes con gusto escucharían los sermones que están bajo la categoría de “sermones para la santificación”, a través de los cuales son amonestados para “entregar” ciertas áreas de sus vidas al señorío de Cristo, especialmente si el hacer eso requiere algún tipo de auto negación. Pero de alguna manera se convencen a sí mismos que hay alguna virtud en escuchar tales sermones, sin importar mucho si deciden o no hacer los ajustes necesarios en su vida. Santiago nos advierte acerca de esta actitud: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Stg. 1:22).

Aquellos oidores que no son hacedores se engañan a sí mismos, pues piensan que son salvos cuando en realidad no lo son. Ese tipo de cristianos es la frustración de muchos pastores santos, que se preguntan por qué muchos miembros de sus congregaciones nunca cambian ni crecen en santidad. La razón es porque nunca han nacido de nuevo ni han tomado el yugo de Jesús. Piensan que son nacidos de nuevo porque una vez oraron la oración de salvación y ahora entienden que la salvación es por gracia, no por obras. Pero no es así, pues no se han sometido a Jesús. Todo intento para que su conducta se parezca más a la de Jesús es esencialmente inútil hasta que ellos mismos tomen la decisión.

La base de la santificación es el sometimiento a Dios; nadie alcanzará la santificación sin sumisión. El proceso de santificación continúa en nuestras vidas, si asimilamos las verdades espirituales y admitimos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. Primeramente, tomamos el yugo de Jesús, luego “aprendemos de él” como Él lo dijo (Mt. 11:29). De este modo “crecemos en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pe. 3:18, énfasis del autor).

Al inicio no conocemos la voluntad de Dios o todo lo que Él ha hecho por nosotros a través de Cristo en la cruz, ni nos percatamos de todo lo que necesita un cambio en nuestras vidas. Pero como lo dijo Pablo, estamos “comprobando lo que es agradable al Señor” (Ef. 5:10). Por esto las oraciones de Pablo por los cristianos son peticiones para que aumente su entendimiento y conocimiento espiritual.[4] Y esa es la razón por la que Pablo a menudo amonestaba a sus lectores usando las palabras, “Sabéis que…? [5] Él esperaba que los creyentes a quienes escribía actuaran diferente si conocían algunas verdades teológicas, como el hecho de que sus cuerpos eran templos del Santo Espíritu.

Debido a esto es que es tan importante para los seguidores de Jesús que se aprovechen de todo lo que Dios ha provisto para ellos y aprendan así las verdades espirituales. Deberían estudiar las escrituras como verdaderos seguidores de Cristo, pues es natural que deseen las cosas espirituales. Deben servirse de la instrucción dada en la iglesia por aquellos a quienes Dios ha dado el don de enseñar su palabra. Deben ser miembros de una iglesia local que tenga visión para hacer discípulos. Eso es lo que Jesús quiere. Él dijo, “id, y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28:19-20). Los discípulos genuinos siempre están aprendiendo.

Camino a la perfección

Pablo escribió en su segunda carta a los Corintios: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Co. 7:1). Esto nos indica que los creyentes verdaderos no son necesariamente perfectos, como algunos extremistas nos quieren hacer creer. Las contaminaciones de la carne y del espíritu permanecen en las vidas de los creyentes. Debemos, sin embargo, leer las palabras de Pablo dentro del contexto del resto del Nuevo Testamento. Aunque los cristianos auténticos puedan aún estar parcialmente contaminados, en su carácter predomina la justicia. Nótese que Pablo no amonesta a sus lectores a iniciar una actuación santa. Más bien, les amonesta a perfeccionarse en la santidad. Sólo podemos perfeccionar aquello que ya estamos haciendo bien. Las palabras de Pablo indican que los cristianos corintios ya estaban actuando con santidad, y ahora ese proceso de santidad los estaba llevando a la perfección. Esto es la santidad bíblica—santificación en proceso hacia la perfección.

Las palabras de Pablo también nos ayudan a entender que el proceso progresivo de santificación en nuestras vidas no es algo que Dios realice separado de nosotros. Debemos limpiarnos de toda contaminación de la carne y del espíritu. El escritor de Hebreos dice, “Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). Dios no ignora nuestro libre albedrío, y la Escritura no podría ser más clara en lo que respecta a nuestra responsabilidad en el proceso de santificación.[6]

Por otra parte, no debemos pensar que la santificación es algo que debamos hacer sin que Dios se involucre en ello. Pablo también escribió, “estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6). Quizá el balance entre nuestra parte y la parte de Dios está muy bien expresada por Pablo en Filipenses 2:12-13:

Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad (énfasis del autor).

Pablo escribía a cristianos genuinos, a aquellos que obedecían aun en su ausencia. Naturalmente, Dios trabajaba en ellos por medio de su Santo Espíritu. Así pues, éstos tenían una obligación solemne de cooperar con lo que Él hacía en sus vidas. La santificación ocurre en la medida en que cooperemos con Dios.

La cronología de la santificación

En este capítulo y en el siguiente, consideraremos el proceso de la santificación, y cómo Dios y nosotros estamos involucrados en él. Empecemos por el principio.

La obra de Dios, por supuesto, empezó mucho antes de que alguien fuera santificado. Él preordenó el plan de salvación a través de su Hijo, quien cumplió el plan, muriendo por nuestros pecados y levantándose de los muertos. Por medio de un mensajero ordenado por Dios que comparte el evangelio, y por el poder convincente del Espíritu Santo, el pecador es movido y convencido de pecado y de su necesidad de salvación.

En el momento de la convicción, entra en juego la responsabilidad humana. Tenemos que hacer una escogencia, y la única respuesta adecuada de nuestra parte es arrepentirse de nuestros pecados y creer en Jesús. Dios nos ordena arrepentirnos y creer en Jesús,[7] de modo que arrepentirse y creer debe ser nuestra responsabilidad, no la de Dios.

Sin embargo, en el momento en que nos arrepentimos y creemos en el evangelio, Dios empieza a trabajar de nuevo. De inmediato nos llena de su Santo Espíritu, regenerando nuestro espíritu y quebrantando el poder del pecado en nuestras vidas, liberándonos de sus garras. Nuestros espíritus renacen, recreados a la semejanza de Cristo, y llegamos a ser nuevas criaturas en él (ver 1 Pe. 1:3; Ef. 4:24; 2 Co. 5:17). Dios se convierte en nuestro Padre Espiritual.

El resultado es un grado inmediato de santidad manifestada en la vida del nuevo creyente. De escrituras tales como 1 Co. 6:9-10, Ga. 5:19-21, Ef. 5:5-6, 1 Jn. 3:15 y Ap. 21:8, podemos estar seguros de que el nuevo nacimiento pone fin a la práctica habitual de ciertos pecados graves tales como fornicación, adulterio, inmoralidad, sensualidad, homosexualidad, codicia, robos, estafas, borracheras, injurias, enemistades, pleitos, celos, ira, contiendas, disensiones, divisiones, envidias, idolatría, hechicería, homicidios y mentira.

No estamos afirmando que un verdadero creyente no pueda cometer cualquiera de estos pecados. Cualquier creyente puede, si así lo decide, cometer cualquiera de estos pecados, pues Dios no le ha quitado el libre albedrío. No obstante, el creyente nota que posee una resistencia interior y aborrecimiento al pecado que previamente no poseía. Su habilidad para resistir la tentación es aumentada de muchas maneras. Si acaso cede a la tentación, se sentirá triste y fuertemente convencido de su pecado hasta que lo confiese a Dios. De nuevo, la práctica de tales pecados es una garantía de que esa persona no heredará el reino de Dios, como lo advierte continuamente la Escritura.

¿Es todo pecado igual ante los ojos de Dios?

Algunos argumentan que “todos los pecados son iguales”, y así afirman que la práctica habitual y sin arrepentimiento de los pecados mencionados en la lista anterior es igual a la práctica habitual y sin arrepentimiento de cualquier otro pecado. Esta lógica, sin embargo, no cambia las escrituras que he citado, ni tampoco fortalece cualquier argumento contrario a lo que he dicho. Si todos los pecados son iguales a los ojos de Dios, entonces debemos extender grandemente la lista excluyente de Pablo para incluir todo pecado, y así concluir que ¡nadie es verdaderamente salvo! Aun así, por suerte, la ingratitud, la preocupación, y dormir durante los sermones no están incluidas en ninguna de las listas excluyentes de Pablo.

Ciertamente, todos los pecados no son iguales ante los ojos de Dios. Jesús habló de pequeños y (por implicación) de grandes mandamientos (ver Mateo 5:19). Él habló de “un pecado mayor”, y (por deducción) de un pecado menor (ver Juan 19:11). Él consideró un mandamiento en particular como el “grande y el primero” (Mt. 22:38), y otro que era el segundo después de éste. Mencionó un pecado como exclusivamente imperdonable (ver Mt. 12:31-32). Él reprendió a los fariseos, que ignoraban lo más importante de la ley: justicia y misericordia y fidelidad” y enfatizó los requisitos menores de la ley, como diezmar (Mt. 23:23, énfasis del autor).

El hecho de que algunos pecados son más graves delante de los ojos de Dios que otros se refleja en la ley de Moisés, en donde algunas transgresiones conllevaban más severo castigo. También notamos que Dios inicialmente le dio a Israel diez mandamientos, y no once o cuarenta. Esto indica que él consideraba algunos mandamientos más importantes que otros.

En Ezequiel 8, leemos como el Señor mostró a Ezequiel cuatro escenas sucesivas de ciertos pecados que los israelitas practicaban. A cada práctica pecaminosa Dios la determinó como “una mayor abominación” que la previa.

El apóstol Juan dijo que hay un pecado “que no conlleva muerte”, y existe un pecado que sí conlleva muerte” (1 Jn. 5:16-17).

Indudablemente, no todos los pecados son iguales ante los ojos de Dios. Todo pecado nos separa de Dios, y todo pecado entristece a Dios, pero no todo pecado es igualmente grave para él. Todos sabemos que tanto el homicidio como el ponerle un ojo negro a alguien son malas acciones. No obstante, todos sabemos que lo primero es más serio que lo segundo.

La transformación inicial y la progresiva

Si usted ha nacido de nuevo, Dios se ha hecho cargo de lo que es más grave para Él. Usted ha experimentado una transformación inicial. Pero Dios no está satisfecho con sólo eso. Su objetivo para usted es la perfección, así que usted puede esperar una transformación progresiva. El cuadro siguiente ilustra eso:

En los dos tercios del lado izquierdo del gráfico, toda la humanidad está dividida en dos grupos, los salvos y los no salvos. No existen, por supuesto, otras categorías. Usted está en una o en la otra.

Al desplazarse de izquierda a derecha en el gráfico, se pasa de maldad a santidad. La categoría de NO SALVOS incluye la gente más inicua (al extremo izquierdo), y los menos inicuos (en el extremo derecho de la columna de NO SALVOS). No todos los incrédulos son igualmente malos.

Al avanzar hacia la derecha, no obstante, usted cruza una gruesa línea, la cual representa la conversión y el nuevo nacimiento. Una vez que se cruza esa línea, usted se halla dentro de los salvos. Notamos, sin embargo, que los salvos en el extremo izquierdo son menos santos que aquellos que han progresado más hacia la derecha. No todos los cristianos son igualmente santos.

Por otra parte, la diferencia que se hace cuando alguien cruza la línea de conversión es dramática, razón por la cual la línea de conversión es muy gruesa. No hay tal cosa como una “línea delgada” entre los salvos y los no salvos. El apóstol Juan escribió que no existe dificultad alguna en distinguir entre los salvos y los no salvos (ver 1 Juan 3:10).

En el proceso de santificación de una persona que coopera con el Espíritu Santo, ésta se mueve progresivamente hacia la derecha, más cerca del tercio derecho del gráfico, el cual lleva el nombre de PERFECCIÓN. En la actualidad, por supuesto, sólo Dios es perfecto.

Adviértase que bajo la columna denominada SALVOS, he enumerado el fruto del Espíritu y algunas escrituras relevantes. El fruto puede crecer y madurar, y así puede suceder con el fruto del Espíritu en nuestras vidas. Todos podemos crecer en amor, paz, paciencia y así sucesivamente.

Espero que usted no haya encontrado su descripción en la columna de los no salvos. Si es así, usted necesita arrepentirse y creer en Jesús y cruzar la línea de la conversión. Si usted lo hace, inmediatamente nacerá de nuevo y experimentará la transformación inicial de Dios.

Una vez que nacemos de nuevo, Dios ejecuta su obra continua de transformación en nosotros a través de diferentes medios que consideraremos a continuación. Primeramente debemos entender, sin embargo, que el éxito de Dios depende mucho de nuestra cooperación. Él no irrespeta nuestro libre albedrío. Por otro lado, Él provee suficiente motivación para que cooperemos.

¿Qué es lo que nos motiva a luchar en contra del pecado y a ser progresivamente más como Jesús? Existen por lo menos tres motivaciones con las que Dios nos suple: amor, esperanza y temor. Todas estas motivaciones son legítimas y bíblicas. Más específicamente, estas son (1) amor por Dios, (2) esperanza de recompensa, y (3) temor a la disciplina.

El amor por Dios

La obediencia que brota del amor parece ser la más elevada y la que más complace a Dios. Idealmente, deberíamos obedecerle sólo porque lo amamos, y todo verdadero creyente hace esto hasta cierto punto. Jesús habló de la obediencia por amor, y dijo:

Si me amáis, guardad mis mandamientos… El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él (Juan 14:15, 21).

De la misma manera, el apóstol Juan escribió,

Pues este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos (1 Juan 5:3).

¿Cómo no le vamos a amar cuando entendemos lo que ha hecho por nosotros? ¿Cómo no vamos a experimentar gratitud por su maravillosa auto negación a nuestro favor? ¿Cómo no buscar complacerle si nos ama tanto?

Imaginemos por un momento que estamos cruzando la calle en una esquina muy concurrida e inadvertidamente damos un paso al frente hacia un bus que se aproxima. Un peatón se lanza hacia usted, empujándolo y sacándolo del momento de peligro, pero él mismo es atropellado por el bus. Lo llevan rápidamente al hospital, en donde se entera que estará en silla de ruedas por el resto de su vida.

¿No estaría usted agradecido con el que salvó su vida a un costo tan alto para él? ¿No sentiría una obligación de retribuirle en algo su acción cuando en realidad usted sabe que no puede recompensarle con nada? Su cariño por aquel que le mostró tanto amor le motivaría a hacer lo que fuera por él. Si él deseara algo, usted haría lo que estuviera a su alcance para proveerlo. Eso mismo es lo que sucede con aquellos que creen en Jesús. No pueden sino amarlo, y porque le aman, luchan para complacerle con su obediencia.

La esperanza de la recompensa

Una segunda motivación que Dios provee a aquellos que le obedecen es la esperanza de la recompensa. Indudablemente, la salvación nos es dada por la gracia de Dios. Esto no significa que no recibamos otras bendiciones como respuesta a nuestras obras. Repetidamente hallamos promesas de bendiciones presentes y futuras en la Escritura como recompensa a los obedientes. Pablo escribió que la “piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Ti. 4:8). En verdad, Dios es “galardonador de los que le buscan” (He. 11:6).

La esperanza de la recompensa puede ser considerada como una motivación egoísta, difícilmente virtuosa comparada con la motivación por puro amor a Dios. ¿No preferiría el Señor que le sirviéramos por amor, más bien que por beneficio personal (tan claramente ejemplificado por las pruebas de Job)?

Mi tendencia es a pensar así. No obstante, Dios fue el que inició el programa de recompensas por la obediencia. Como cualquier buen padre, preferiría que sus hijos le obedecieran motivados por el amor, pero Él sabe, como la mayoría de los padres, que el amor filial es a menudo insuficiente. Los padres frecuentemente prometen a sus hijos recompensas por buena conducta, y funciona. Además, las recompensas terrenas que recibimos glorifican la bondad de nuestro Dios que anhela bendecir a sus hijos.

También debemos tener en mente que el egoísmo sirve a nuestros intereses a expensas de otros. Es así como no todo lo que beneficia a una persona es necesariamente una acción egoísta. Sin un ápice de desaprobación, la Escritura describe a los cristianos genuinos como aquellos que “perseverando en buen hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad” (Ro. 2:7, énfasis del autor). La mayoría de nosotros, supongo, creímos en Cristo por interés propio—queremos ir al cielo y alejarnos del infierno. No obstante, nuestro acto de creer en Cristo difícilmente puede ser considerado egoísta. El hecho de que recibamos vida eterna no impide a otros recibir la misma bendición. Más bien, se podría considerar que al recibir al Señor en nuestras vidas, de alguna manera provocamos que otros sean salvos también. Por consiguiente, el recibir la salvación debido al interés propio no puede ser percibido como egoísta. Esto también es cierto en lo concerniente a las recompensas que Dios promete a los piadosos. No vienen a expensas de otros. Ni la gracia de Dios ni sus recompensas son limitadas. No estamos compitiendo con otros por un trozo del pastel.

Si esto es así, el deseo por la recompensa no debería ser considerado pecaminoso, equivocado o egoísta, especialmente porque Dios es el gestor y el que promete las recompensas. Si estuviera mal el desear la recompensa que Dios promete, entonces Él sería culpable de incitarnos a hacer el mal, haciéndole pecador. Eso, por supuesto, es imposible.

Recompensa de acuerdo con los hechos

A través de la Escritura, a los piadosos se les promete recompensas especiales por la obediencia. Por ejemplo, sabemos que en el futuro reino al retorno de Cristo, Dios va a recompensar a cada uno según sus obras:

Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras (Mt. 16:27).

He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra (Ap. 22:12, énfasis del autor).

La recompensa y premios de los que habló Jesús no sólo incluye retribuciones generales que todos los salvos o los no salvos compartirán mutuamente, tales como el cielo o el infierno. Las retribuciones también incluyen recompensas específicas e individuales basadas en los hechos particulares de cada persona. Pablo, al escribir sobre los ministerios de Apolo y el suyo propio, afirmó,

Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor (1 Co. 3:8, énfasis del autor; ver también versículos 9-15).

Nuestras recompensas futuras se basarán en nuestras propias obras, tomando en cuenta nuestros dones particulares, talentos, y oportunidades. La parábola de Jesús sobre los talentos nos brinda mucha claridad en este asunto (ver Mt. 25:14-30). Dios espera más de aquellos a los que les ha dado más. Jesús dice, “al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lc. 12:48).

La Escritura no siempre es totalmente transparente en lo que respecta a cuándo los piadosos serán recompensados. Se ve claramente que algunas promesas son para esta vida, en tanto que otras son para la próxima. Algunas son ambiguas. Primero, consideremos algunas que aparentemente prometen recompensas en esta vida:

Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra (Ef. 6:2-3, énfasis del autor).

No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán [ los hombres][8] en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:37-38).

Porque: El que quiere amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua de mal, y sus labios no hablen engaño” (1 Pe. 3:10, énfasis del autor).

Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace (Santiago 1:25, énfasis del autor).

Aquí hay algunos ejemplos de promesas que visiblemente tienen aplicación para nuestras vidas futuras:

Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos (Lucas 14:13-14, énfasis del autor).

Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mt. 5:12, énfasis del autor).

Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye (Lucas 12:33,énfasis del autor).

Las recompensas celestiales aparentemente consisten de elogios de parte de Dios así como de mayores oportunidades para servirle a Él, dos cosas que los verdaderos discípulos anhelan por encima de todo.

Las recompensas terrenas, sin embargo, deben ser entendidas como bendiciones. ¡No limite las bendiciones de Dios a solamente sentimientos internos de felicidad o escalofríos por su espalda!

Finalmente, aquí presentamos unas cuantas promesas cuyo tiempo para su cumplimiento es ambiguo:

Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos (Lucas 6:35, énfasis del autor).

Mas cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará… Más tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará… Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará (Mt. 6:3-4, 6, 17-18, énfasis del autor).

Sirviendo de buena voluntad, como al señor y no a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ése recibirá del Señor, sea siervo o sea libre (Ef. 6:7-8), énfasis del autor).

Dios lleva un registro de todas las buenas obras, aun de las más pequeñas, con planes para dar recompensa por ellas:

Y cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa (Marcos 9:41).

¿Desea disfrutar más bendiciones de parte de su Padre celestial, tanto ahora como en el cielo? ¡Por supuesto que sí! Entonces obedézcale más, y será recompensado. Jesús dijo, “Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan (Lucas 11:28, énfasis del autor).

Temor de la disciplina

Además del amor de Dios y la esperanza de la recompensa, existe por lo menos una manera más en que Dios motiva a sus hijos a ser obedientes: a través del temor a la disciplina. Sospecho que esta tercera motivación es la que Dios prefiere no usar con frecuencia. No obstante, es ciertamente válida y bíblica. La mayoría de los padres usan las tres maneras de motivar a sus hijos a ser obedientes, y ninguna de ellas es censurable.

Contrario a esto, algunos argumentan que temer a Dios es incompatible con amar a Dios. ¿Acaso no dice la Escritura que “el perfecto amor echa fuera el temor”? (1 Jn. 4:18).

El temor del que habló Juan el cual es eliminado por el amor no es el mismo que el temor reverente hacia Dios. Es el temor al castigo eterno que inicia “el día del juicio” (1 Juan 4:17). Si ya se ha entendido y recibido el amor de Dios, y ahora se vive en su amor (ver Juan 15:10), no hay por qué temer al infierno que antes merecimos.

El amar no es incompatible con el temer a Dios de acuerdo con el Nuevo Testamento. A los creyentes se les ha ordenado temer a Dios (ver 1 Pe. 2:17). Se les ha dicho que deben estar sujetos unos a otros “en el temor de Dios” (Ef. 5:21), para que “os ocupéis en vuestra salvación con temor y temblor” (Fil. 2:12), y perfeccionen su santidad “en el temor de Dios” (2 Co. 7:1). Pedro amonestó a los destinatarios de su primera carta a conducirse con temor durante su estancia en la tierra, sabiendo que Dios imparcialmente juzgaría a cada uno según sus obras (ver 1 Pe. 1:17).

Disciplina en Corinto

Desgraciadamente, la disciplina de Dios es un concepto extraño para muchos cristianos profesantes, pero no es extraño hallarlo en la Biblia. Desde Adán y Eva hasta Ananías y Safira, desde los israelitas que murieron en el desierto hasta los cristianos que estaban enfermos en Corinto, la disciplina de Dios es revelada en la Escritura. A veces su disciplina puede ser severa cuando hay una buena razón para ello. Consideremos las palabras importantes de Pablo a los creyentes corintios:

De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados por el mundo (1 Co. 11:27-32), énfasis del autor).

Primeramente, nótese que como resultado de la disciplina de Dios, a la cual Pablo se refiere también como el juicio de Dios, algunos de los corintios estaban enfermos y débiles. Algunos inclusive habían muerto.

¿Y cuál era la razón para el juicio de Dios? Estaban tomando la cena del Señor “indignamente” (11:27). ¿Qué quiso decir Pablo? Del contexto, podemos concluir con seguridad que el se refería a tomar la cena del Señor estando en desobediencia al Señor. Por ejemplo, Pablo escribió que primeramente debemos examinarnos a nosotros mismos antes de la Comunión, y advertidos de que estamos en peligro de juicio si no “discernimos el cuerpo del Señor (11:29). Sería razonable concluir que, “discernir el cuerpo” correctamente, sería equivalente a otras afirmaciones similares, esto es, aquellas que dicen que debemos examinarnos y juzgarnos a nosotros mismos. Sabemos que son “las obras de la carne” las que nos meten en problemas (ver Ro. 8:12-14; 1 Co. 9:27). “Discernir el cuerpo” correctamente debe significar el reconocer y someter la naturaleza pecaminosa que contiende contra el Espíritu. Podemos evitar el juicio de Dios si nos juzgamos a nosotros mismos, esto es, si no cedemos a la naturaleza pecaminosa, nos examinamos continuamente y, si es necesario, confesamos nuestros pecados.

¿Pueden los cristianos ir al infierno?

Dios nos disciplina, como Pablo escribió, “para que no seamos condenados con el mundo” (11:32). El mundo, por supuesto, será condenado eternamente. Por este motivo Dios disciplina a los creyentes pecadores para que no vayan al infierno (indicando de nuevo que el cielo es sólo para los santos).

Esto hace surgir varias preguntas importantes. La primera es: ¿Existe realmente el peligro de que un creyente pueda ir al infierno?

La respuesta es sí. Si un creyente auténtico regresa a cometer los “pecados que excluyen”, aquellos que, si se practican, la Escritura garantiza que será excluido del reino de Dios (ver 1 Co. 5:11; 6:9-10, Ga. 5:19-21, Ef. 5:5-6), perderá la vida eterna. Dios no nos ha quitado nuestro libre albedrío ni nuestra capacidad de pecar. Contrario a lo que muchos maestros modernos enseñan, la Biblia indica que cualquier creyente que consistentemente camina en la vieja naturaleza pecaminosa, en lo que la Escritura llama la carne, está en peligro de muerte espiritual. Al escribir a los cristianos, Pablo dijo:

Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Ro. 8:12-14, énfasis del autor).

Por lo menos por dos razones debemos concluir que Pablo se estaba dirigiendo a los creyentes cristianos espiritualmente vivos.

Primeramente, notemos que él se dirigió a ellos como hermanos.

En segundo lugar, ellos tenían la capacidad de matar las obras de la carne por medio del Espíritu, lo cual es algo que sólo los creyentes habitados por el Santo Espíritu pueden hacer.

Véase que Pablo advirtió a los cristianos romanos que si vivían conforme a la carne, debían morir. ¿Se refería él a la muerte física o espiritual? Es lógico inferir que se refería a la muerte espiritual, ya que todos, aun aquellos que “están matando las obras de la carne”, van a morir físicamente tarde o temprano. ¿Y no es también verdad que aquellos que “viven de acuerdo a la carne” a menudo continúan disfrutando de la vida física por un largo tiempo?

La única conclusión apropiada que se puede sacar de estos hechos es que los cristianos verdaderos pueden morir espiritualmente al “vivir conforme a la carne”. Por tanto, “las listas excluyentes de Pablo” de 1 Co. 6:9-10, Ga. 5:19-21 y Ef. 5:5-6 no se deben considerar como aplicables únicamente para aquellos que no tienen fe en Jesús. Son igualmente aplicables para aquellos que sí profesan la fe en Cristo. (De hecho, dentro de su contexto, las “listas excluyentes” se escriben como advertencias a los creyentes). Son aquellos que son guiados por el Espíritu, y no por la carne, los que se constituyen en verdaderos hijos de Dios, como tan claramente lo dijera Pablo (ver Ro. 8:14).

Prueba adicional de que los cristianos pueden morir espiritualmente

Pablo escribió palabras similares a los cristianos gálatas. Luego de advertirles que aquellos que practicaban “las obras de la carne” no heredarían el reino de Dios, él dijo:

No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos (Ga. 6:7-9, énfasis del autor).

Adviértase las dos personas que se contrastan. La una siembra para su propia carne y la otra para el Espíritu. La primera siega corrupción (la Nueva Versión Internacional (NIV, por sus siglas en inglés) traduce corrupción como “destrucción”) y la otra siega vida eterna. Si la corrupción (destrucción) es lo opuesto a la vida eterna, entonces se debe referir a muerte espiritual. Por favor, tome en cuenta que el segar vida eterna se promete sólo a aquellos que siembran para el Espíritu y que continúan sembrando para el Espíritu. Los que siembran para la carne no segarán vida eterna, sino destrucción. Como lo señaló Pablo, “no os engañéis” acerca de esto (Ga. 6:7). No obstante aun hoy día muchos siguen engañados.

El sembrar para la carne era un asunto de interés para el apóstol Pablo, quien, como cualquier cristiano auténtico, aún poseía una naturaleza pecaminosa. Él le escribió a los corintios:

Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado (1 Co. 9:25-27, énfasis del autor).

Como los atletas olímpicos, debemos ejercitar el dominio propio si esperamos recibir nuestro premio imperecedero. Pablo dice que él golpeaba su cuerpo y lo esclavizaba, ya que si no lo hacía, estaba en peligro de ser “eliminado”.[9] Cuando alguien es descalificado, no hay esperanza de que pueda ganar. El contexto inmediato de las palabras de Pablo aclara que él no estaba preocupado por la posibilidad de perder otras oportunidades para servir o para recompensas celestiales, sino por perder su salvación. De hecho, en los versos que siguen (1 Co. 10:1-14), Pablo advierte a los corintios cristianos para que no sigan el trágico ejemplo de los israelitas quienes, aunque eran inicialmente bendecidos y privilegiados, finalmente perecieron en el desierto porque no continuaron en fe obediente. A diferencia de los israelitas que perecieron, probando a Dios y quejándose, los creyentes en Corinto debían huir de la avaricia, la idolatría, la inmoralidad (pecados que Pablo incluyó en su lista de 6:9-10); por tanto, se les advierte que “el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Co. 10:12).

Santiago agrega su “amén”

Considere también lo que Santiago escribió a los creyentes cristianos acerca de perseverar en la prueba. Aquellos que perseveran exitosamente son los que recibirán “la corona de la vida”, esto es, la salvación.[10] Aquellos que regresan al pecado habitual morirán:

Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman. Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis (Stg. 1:12-16, énfasis del autor).

Santiago nos dice que no es Dios quien nos tienta, sino “cada uno es tentado cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido” (1:14) por sus propios deseos. El resultado es que cuando “la concupiscencia ha concebido, da a luz el pecado” (1:15). Finalmente, cuando el pecado es “consumado”, da a luz la muerte. Cuanto tiempo se necesita para que el pecado sea consumado y resulte en muerte es cuestión de conjeturas. Ciertamente, un único pecado cometido por un creyente no resulta en muerte espiritual inmediata. El persistir en el pecado, sin embargo, o el hábito de caminar en las obras de la carne resulta eventualmente en muerte espiritual. Santiago nos señala que no debemos errar en esto.

De nuevo, ¿cómo podría Santiago advertir acerca de la muerte física en oposición a la muerte espiritual, como algunos afirman? Todos morirán físicamente, el pecador y el santo.

Más aún, ¿cómo pueden algunos decir que Santiago se está dirigiendo a los incrédulos en este pasaje? No es posible que el pecado “de a luz la muerte” en ellos, ya que ellos están muertos “en sus delitos y pecados” (Ef. 2:1). Santiago claramente se dirigía a los cristianos, “amados hermanos” (Stg. 1:16, énfasis del autor).

Santiago escribió también al final de su epístola:

Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que hace volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados (Stg. 5:19-20).

Veamos como en este pasaje Santiago se dirigía a sus hermanos. Él dijo que “si alguno de vosotros se ha extraviado de la verdad”, entonces, debía estarse dirigiendo a hermanos creyentes en la fe quienes anteriormente estaban en la verdad pero ahora se habían extraviado de ésta. No se habían extraviado sólo en cuestiones de doctrina lo cual está claro en las palabras de Santiago “el que hace volver al pecador del error de su camino” (5:20). Estas personas se habían extraviado de su camino de santidad.

Sin embargo, si hacemos volver a alguno de su error como lo describe Santiago, “salvaremos su alma de la muerte”. No dijo Santiago en ningún momento que salvaríamos su cuerpo de la muerte, sino su alma. De nuevo, la única conclusión honesta que podemos sacar es que Santiago creía que una persona espiritualmente viva podría, en última instancia, morir espiritualmente si retornaba a la práctica del pecado.

Pedro se une al coro

No sólo Pablo y Santiago estaban de acuerdo en este asunto, sino también Pedro. Él escribió a los creyentes sobre la seducción de los falsos maestros,

Pues hablando palabras infladas y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que viven en error. Les prometen libertad y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció. Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado. Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno (2 Pe. 18-22, énfasis del autor).

Inicialmente, observe que Pedro escribió que los falsos maestros persuaden a “los que habían huido de los que viven en error” (2:18). Pedro ciertamente escribía acerca de cristianos genuinos, ya que sí escaparon, aunque con dificultad, de aquellos que vivían en error, los no creyentes. Pedro también dice que habían “escapado de las contaminaciones del mundo por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo” (2:20). Eso sólo puede significar que habían nacido de nuevo y ya no practicaban el pecado. (Veamos con cuidado lo que Pedro consideraba que era la marca del creyente auténtico.) Estaban espiritualmente vivos.

No obstante, Pedro escribió que estas personas estaban de nuevo “enredadas” en lo que antes les contaminaba y fueron “vencidas” (2:20). El resultado fue que su postrer estado viene a ser peor que el primero” (2:20). Si ese era el caso, ¿podrían estar aún vivos espiritualmente y en camino al cielo? No lo creo así. Pedro les compara a perros que vuelven a su vómito y a cerdos que se revuelcan en el barro. ¿Pensaremos que estas personas están espiritualmente vivas, que son hijos de Dios habitados por su Santo Espíritu, y que van camino al cielo?[11]

El testimonio de Juan

El apóstol Juan en verdad creía que una persona viva espiritualmente podría llegar a estar espiritualmente muerta:

Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte… Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca (1 Jn. 5:16-18).

Lo primero que debemos notar es que Juan hablaba de cristianos que cometían pecado.

En segundo lugar, vemos que Juan no creía que todo pecado que un cristiano pueda cometer resultaría inmediatamente en su muerte, como algunos extremistas dicen. Sin embargo, Juan creía que existía “un pecado de muerte” y que no tenía mucho sentido orar por un hermano que cometía dicho pecado. Podríamos debatir acerca de cuál era ese pecado, pero por ahora es suficiente decir que tal pecado existe.

¿Acaso Juan quiso decir que hay un pecado que lleva a la muerte física? Muchos piensan así, primordialmente porque su teología no deja posibilidad para que una persona que está espiritualmente viva muera espiritualmente. No obstante, cuando estudiamos el pasaje antes y después de las declaraciones de Juan, la vida eterna es lo que él claramente tenía en mente cuando escribía (ver 1 Juan 5:13, 20). El pecado de muerte es aquel que pone fin a la vida eterna.

Jesús advirtió a sus seguidores sobre el infierno

Jesús también creía que la salvación presente no era una garantía absoluta de la salvación futura. Advirtió a sus propios discípulos de temer “más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt. 10:28). Consideremos además sus palabras registradas en Lucas 12:35-46, también dirigidas a sus propios discípulos:

Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles. Y aunque venga a la segunda vigilia, y aunque venga a la tercera vigilia, si los hallare así, bienaventurados son aquellos siervos. Pero sabed esto, que si supiese el padre de familia a qué hora el ladrón había de venir, velaría ciertamente, y no dejaría minar su casa. Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá.

Entonces Pedro le dijo: Señor, ¿dices esa parábola a nosotros, o también a todos? Y dijo el Señor: ¿Quién es el mayordomo fiel y prudente al cual su señor pondrá sobre su casa, para que a tiempo les dé su ración? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. En verdad les digo que le pondrá sobre todos sus bienes. Mas si aquel siervo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a los criados y a las criadas, y a comer y beber y embriagarse, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y le castigará duramente, y le pondrá con los infieles (énfasis del autor).

Mateo registró esta misma advertencia hecha por Jesús, incluyendo su elaboración acerca del destino final del siervo infiel: “allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 24:51). De este modo, de acuerdo con Jesús, alguno que antes haya servido al señor, su Amo, aún puede ser condenado si retorna a un estilo de vida de pecado.

Observemos que Jesús visiblemente dirigía su parábola a sus discípulos, como se revela en Lucas 12:22 y 41. La salvación presente no es una garantía de la salvación futura. Debemos continuar en una fe viva. Las dos parábolas que siguen en el evangelio de Mateo, la de las Diez Vírgenes y la de los Talentos, también sirven para ilustrar este hecho (ver Mt. 25:1-30).

El punto que Jesús quería ilustrar en esta parábola es muy claro. Esto es, algunos que se suscriben a la falsa doctrina de seguridad eterna incondicional se ven forzados a concluir que “las tinieblas de afuera”, en donde hay “lloro y crujir de dientes”, se refieren a un lugar en el cielo en donde los cristianos menos fieles ¡temporalmente lamentarán su pérdida de las recompensas celestiales![12]

Una vez Jesús también advirtió a la iglesia de Sardis del peligro de que miembros nacidos de nuevo murieran espiritualmente. Aparentemente, la mayoría de los cristianos en Sardis habían retornado a la práctica del pecado; por lo tanto, estaban en grave peligro de que no fueran ataviados con vestiduras blancas, de que Jesús no les confesara delante de su Padre, y de que sus nombres fueran borrados del libro de la vida. Aun así, había tiempo para que se arrepintieran. Lea lenta y honestamente:

Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto. Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de Dios. Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; y guárdalo, y arrepiéntete. Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti. Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas. El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles (Ap. 3:1-5, énfasis del autor).

A la luz de todo lo que Jesús, Pedro, Santiago, Juan y Pablo enseñaron, ¿cómo es que tantos maestros modernos mantienen que si una persona es verdaderamente salva, no puede perder su salvación, sin importar cómo viva? Esta es la mentira original del diablo, cuando le dice a una persona espiritualmente viva que estaba reconsiderando pecar, “no moriréis” (Gn. 3:4). ¿Por qué más cristianos no reconocen la mentira original del diablo en la cual incurre la falsa doctrina moderna?[13]

Cuando un creyente deja de creer

La práctica de la injusticia no es el único peligro para los creyentes. Si un creyente genuino deja de creer, perderá su salvación, ya que la salvación se promete solamente a aquellos que creen y continúan creyendo. En referencia a la salvación, el Nuevo Testamento Griego a menudo usa la palabra creer en un tiempo verbal continuo. La salvación es para aquellos que creen y continúan creyendo, no para los que creyeron en algún momento del tiempo pasado. Por esta razón y otras, el Nuevo Testamento está lleno de advertencias que exhortan a los creyentes a continuar en las sendas de justicia. Jesús advirtió a sus propios discípulos que “el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt. 10:22).

Obsérvese el condicional si en las palabras de Pablo a los cristianos Colosenses:

Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo (Col. 1:21-23, énfasis del autor).

Muchos Calvinistas afirman que Pablo quiso decir que todos los cristianos continuarán perseverando en la fe hasta la muerte, y si en algún momento dejan de creer, esto prueba que en verdad nunca creyeron y no fueron realmente salvos. Debido a los muchos creyentes que han producido fruto quienes aparentemente se apartan, algunos Calvinistas también mantienen que un cristiano falso, en quien, por supuesto, no habita el Santo Espíritu, puede parecer auténtico. Él puede aun demostrar que produce más fruto que otros creyentes genuinos, mas al final irá al infierno porque nunca tuvo fe salvadora. Así, el Calvinista que es fiel a su teología siempre debe vivir con la posibilidad de que su fe podría tornarse falsa si en algún momento deja de creer. Si la única fe genuina es la fe que persevera hasta la muerte, entonces un calvinista nunca estará seguro de su salvación, ya que no sabrá si su fe es genuina hasta que exhale el último suspiro. Sólo entonces sabrá él que su fe perseveró hasta el final, probando así que era verdadera.

Esta no es la teoría que Pablo tenía en mente en Colosenses 1:23. Él quería que los cristianos colosenses supieran que en el presente estaban reconciliados con Dios, y que podrían mantener su posición sin mancha ante Él si continuaban creyendo.

Observe el condicional si de Pablo en relación con la salvación de los corintios:

Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos (1 Co. 15:1-2, énfasis del autor).

Pablo les aseguró su salvación afirmada en su fe. Permanecerían salvos si se apegaban al evangelio. Él no dijo que el tiempo diría si eran salvos si perseveraban en la fe hasta la muerte.

Guarde su corazón contra la incredulidad

El escritor del libro de los Hebreos nos advierte acerca de los peligros reales de permitir a la incredulidad o al pecado acercarse a nuestras vidas. Obsérvese que él dirigió sus palabras a hermanos cristianos:[14]

Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado. Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (He. 3:12-14, énfasis del autor).

Somos “participantes de Cristo” en tanto que “retengamos firme” la fe. El pecado tiene la habilidad de engañarnos y endurecernos, así que debemos estar alertas para que el pecado y la incredulidad no nos envuelvan.

Más tarde en esta epístola, el autor del libro de los Hebreos citó uno de los más conocidos versículos del Viejo Testamento, Habacuc 2:4, y luego agregó su comentario inspirado:

Mas el justo por su fe vivirá; y si retrocediere, no agradará a mi alma. Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma (He. 10:38-39, énfasis del autor).

¿Podría acaso estar más claro?

Injertados y cortados

Entre otras muchas escrituras, Romanos 11:13-24 también sobresale como prueba de que los creyentes genuinos pueden perder la salvación si abandonan su fe. Esto, cualquier creyente honesto tendrá que admitirlo:

Porque a vosotros hablo, gentiles. Por cuanto yo soy apóstol a los gentiles, honro mi ministerio, por si en alguna manera pueda provocar a celos a los de mi sangre, y hacer salvos a algunos de ellos. Porque si su exclusión es la reconciliación del mundo, ¿qué será su admisión, sino vida de entre los muertos? Si las primicias son santas, también lo es la masa restante; y si la raíz es santa, también lo son las ramas. Pues si algunas de las ramas [judíos] fueron desgajadas, y tu, siendo olivo silvestre [un gentil], has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica sabia del olivo, no te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabes que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti. Pues las ramas dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado. Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tu por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esa bondad; pues de otra manera tú también serás cortado. Y aun ellos, si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar. Porque si tu fuiste cortado del que por naturaleza es olivo silvestre, y contra naturaleza fuiste injertado en el buen olivo, ¿cuánto más éstos, que son las ramas naturales, serán injertados en su propio olivo? (Ro. 11:13-24, énfasis del autor).

Ciertamente, existe la posibilidad de perder la posición en el árbol de la salvación de Dios. Nos sostenemos por nuestra fe y se nos garantiza nuestro lugar sólo si “permanecemos en su bondad” (11:22).[15]

De regreso a la disciplina de Dios

Sin olvidar nada de esto, regresemos a las palabras de Pablo acerca de la disciplina de Dios en 1 Corintios 11:27-34 y hagamos otra pregunta: ¿Garantiza la disciplina de Dios de que un cristiano que peca se arrepentirá y no será condenado junto con el mundo?

La respuesta es no por varias razones. Primera, por lo que dicen las muchas escrituras que acabamos de estudiar, las cuales indican que un creyente auténtico puede perder su salvación al abandonar su fe o al retornar a la práctica de la injusticia. Cualquier creyente que se desvía es, sin duda, el objeto del amor de Dios, y la Escritura nos enseña que Él disciplina a aquellos que ama (ver He. 12:6). Sin embargo, ya que es claramente posible que los creyentes se vuelvan a la injusticia o a la incredulidad y mueran espiritualmente, sólo podemos concluir que la disciplina de Dios no siempre devuelve a aquellos que se extravían.

Segunda, Dios nunca toma dominio sobre nuestro libre albedrío en lo que concierne a nuestra salvación. Si no deseamos servirle, no tenemos que hacerlo, y la Biblia contiene muchos ejemplos de aquellos que Dios disciplinó y que no se arrepintieron. El Rey Asa, por ejemplo, era un hombre que inicialmente era un rey piadoso. Más tarde en su vida, sin embargo, él pecó, y se negó a arrepentirse aun cuando sufrió la disciplina de Dios, dispensada por medio de una enfermedad en sus pies. Al final murió de aquella enfermedad (ver 2 Cr. 14-16).

Es muy posible, de acuerdo con el autor del libro de Hebreos, que los hijos de Dios respondan negativamente a su disciplina:

Y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él… Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?

Cuando nuestro padre nos disciplina, podemos verlo “livianamente”, es decir, ignorarlo, o “desmayarnos”, es decir, ser vencidos por ello y retirarnos. Dios, sin embargo, desea que nos sometamos a su disciplina y “vivamos”. Claramente, la implicación es que si no nos sometemos, no viviremos, sino que moriremos. El autor debe haber estado escribiendo acerca de vida epiritual (y por implicación, de muerte espiritual), simplemente porque aun los cristianos obedientes mueren físicamente, sin mencionar el hecho de que muchos que no se sujetan “al Padre de los espíritus” continúan viviendo por un largo tiempo.

Esto nos lleva a nuestra siguiente pregunta: ¿Y qué de la muerte física prematura? Si esa es una forma de la disciplina de Dios, cuyo propósito es que nosotros “no seamos condenados junto con el mundo”, ¿no traería el Señor a cada creyente pecador a casa, al cielo antes de que muera espiritualmente?

Si así fuera siempre el caso, entonces sería imposible que una persona perdiera su salvación. Si una persona es salva, no tendría que preocuparse acerca de abandonar su fe o de retornar a la práctica del pecado, ya que podría descansar en la seguridad de que el Señor cortaría su vida antes de que muera espiritualmente y pierda su salvación. Esta idea se opone a las muchas escrituras que visiblemente indican que una persona que es salva puede perder su salvación. ¿Entonces, cuál es la respuesta?

Tal vez un ejemplo de la experiencia humana puede ayudarnos: Un ciudadano puede infringir la ley y sufrir la disciplina del gobierno. Si él, sin embargo, se va del país, se ha aislado de la jurisdicción del gobierno. Consecuentemente, ni sufre su ira ni disfruta de los beneficios compartidos por todos los ciudadanos.

Otro ejemplo: Un hijo puede desobedecer a su padre y soportar su amorosa disciplina. Pero si el hijo se escapa de casa para deleitarse en aquello que el padre desaprueba, ya no necesita temer la disciplina de su padre. Él mismo se ha separado de la familia. Así, también, aquellos que abandonan su fe o retornan con entusiasmo a seguir la carne, el bienestar de la disciplina prometida y, si fuera necesario, la muerte prematura, no aplican. Han perdido todo lo que les pertenecía. Por supuesto, podrían muy bien morir prematuramente, pero su destino final no sería el cielo.

Sin embargo, aquellos hijos de Dios que se tambalean en el pecado pero cuyos corazones aún se inclinan para servir al Señor, se colocan en una posición en que pueden ser disciplinados por su Padre si no se juzgan a sí mismos por medio de la confesión y el arrepentimiento. Estos hijos a menudo son obedientes: no se escapan ni abandonan a su familia, pero son desobedientes hasta cierto grado. Si persisten en su desobediencia, sin confesar ni arrepentirse de su pecado, podrían ser juzgados por medio de una muerte física prematura, pero son aún salvos cuando mueren.

Por ejemplo, Dios puede llamar a uno de sus hijos para que sea pastor. Si ese hijo de Dios se resiste al llamado, podría sufrir la disciplina de Dios en cierto modo. Si persiste en su desobediencia, podría sufrir una muerte prematura, aun así siempre iría al cielo. No “vivía de acuerdo a la carne”, pero “por el Espíritu daba muerte a las obras de la carne”. Tenía fruto en su vida, pero no cumplía con lo que Dios esperaba. Entonces, él no es como el cristiano que abandonaba su fe o retornaba a la práctica del pecado.

Podemos preguntar, “¿Qué hay de malo en morir prematuramente e ir al cielo? ¿No suena eso más como una recompensa que como un castigo?”

Tal pregunta revela nuestra falta de entendimiento acerca de la magnitud de las recompensas que Dios tiene para los justos en la vida venidera. Si aun el dar un vaso de agua fría será recompensado; si el soportar pacientemente la “leve tribulación momentánea” nos traerá “un excelente y eterno peso de gloria” (2 Co. 4:17); si al compartir con aquellos en necesidad podemos hacernos “tesoros en el cielo” (Lucas 12:33), entonces cada segundo extra que sirvamos a Dios en la tierra debería ser considerado como una oportunidad sin paralelo. Qué triste es cuando perdemos el tiempo que nunca podremos recuperar. En el futuro, miraríamos atrás con tristeza. ¿Cuánto más cierto sería esto de aquellos que mueren prematuramente y no tuvieron más oportunidades para servir al Señor en la tierra?

¿Son todas las enfermedades una indicación de la disciplina de Dios?

Claramente, de lo que Pablo escribió a los corintios, la debilidad, la enfermedad, y la muerte prematura, todas pueden ser manifestaciones de la disciplina de Dios. Aunque sería un tanto inseguro concluir que toda debilidad, enfermedad o muerte prematura sea una segura indicación de la disciplina de Dios, existen muchas otras escrituras además de 1 Corintios 11:27-32 que atestiguan de esa posibilidad.[16] Así pues, cualquier cristiano que se encuentre sufriendo físicamente sería sabio si invirtiera algún tiempo en un auto examen. Si estamos sufriendo la disciplina de Dios, nos parecería improbable que encontráramos alivio físico duradero si no va unido al arrepentimiento y al perdón divino.

La disciplina de Dios puede ciertamente venir en otras formas que no sea la enfermedad física. Dios puede arreglar las circunstancias de maneras infinitas para cumplir sus propósitos. Jacob, quien en una oportunidad se hizo pasar por su hermano para engañar a su padre, se despertó un día casado con una mujer que ¡se hizo pasar por su prometida! Muchos cristianos desobedientes se han despertado en circunstancias similares, en tanto que el Señor les enseñaba la lección de la siembra y la cosecha.

Sobre todo, no debemos olvidar que la disciplina de Dios es una indicación de su amor por nosotros. El cristiano disciplinado no debe entretenerse con otros pensamientos diferentes a esta verdad. Jesús dijo, “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (Ap. 3:19, énfasis del autor). El escritor del libro de los Hebreos nos dice que Dios trata con nosotros tal y como un buen padre lo hace con su hijo:

Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado; y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo:

Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor,

Ni desmayes cuando eres reprendido por él;

Porque el Señor al que ama, disciplina,

Y azota a todo el que recibe por hijo.

Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquellos ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados (He. 12:3-11).

Si tomamos en consideración lo que acabamos de leer, ¡parecería que deberíamos estar más preocupados acerca de no ser disciplinados que de sí serlo! El autor de Hebreos escribió que “todos han sido participantes” de la disciplina de Dios, y aquellos que no lo han sido “son bastardos y no hijos” (12:8).

Dios desea que compartamos su santidad. Esta ha sido su intención desde el principio. El ser disciplinado no es divertido, pero luego de soportarlo, produce justicia en nuestras vidas. El salmista escribió, “Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba / Mas ahora guardo tu palabra… Bueno me es haber sido humillado / Para que aprenda tus estatutos” (Salmo 119:67, 71).

Cuando la iglesia administra la disciplina de Dios

Existe otro aspecto de la disciplina de Dios que necesitamos considerar. Este, también, es algo que Dios usa para motivarnos a ser santos. Es la disciplina administrada por la iglesia.

Tristemente, las palabras de Jesús en esa materia son rara vez obedecidas, mayormente porque el enfoque de muchas iglesias y de cristianos profesantes no es la santidad comunal o personal. No obstante, los verdaderos cristianos que luchan juntos para complacer al Señor no ignorarán lo que Jesús dijo:

Por tanto, si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano (Mt. 18:15-17).

No es posible ignorar lo que sucedería si estos mandatos fueran obedecidos en todas las iglesias. Sin duda en muchas la asistencia bajaría significativamente. Evidentemente, como miembros del cuerpo de Cristo, somos responsables, no sólo de nuestra propia santidad, sino que cargamos responsabilidad por la santidad de otros creyentes y a la pureza de la iglesia de Cristo.

Parece razonable pensar que las palabras de Jesús en cuanto a la disciplina de la iglesia aplican en el caso en que un hermano peque contra nosotros personalmente, y no cuando un hermano peca en general. Esta interpretación es apoyada de alguna manera por las palabras de Jesús registradas en Lucas 17:3-4: “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale” (énfasis del autor). Note que Jesús dice, “si pecare contra ti”. También, Jesús nos dijo que perdonásemos a cualquier hermano arrepentido a quien hayamos exhortado. Sólo podemos perdonar las ofensas personales de otros, no sus pecados en general. Más aún, notamos que inmediatamente después de las palabras de Jesús acerca de la disciplina de la iglesia en Mateo 18 está la parábola del siervo que no perdonó, provocada por la pregunta de Pedro acerca de cuán a menudo él debía perdonar a su hermano. Implícita en la pregunta de Pedro y en la respuesta de Jesús en la parábola está la idea de las ofensas personales.

La secuencia apropiada

“La disciplina de la iglesia”, por supuesto, rara vez debería involucrar a toda la iglesia.[17] Todo inicia con una persona que está dedicada a ser santa. Debe ser santa por lo menos por dos razones. Primera, si no es personalmente santo hasta cierto grado, jugaría el papel del hombre con un tronco en su ojo que trata de remover la paja del ojo del otro (ver Mt. 7:3-5). ¿Qué derecho tengo yo de corregir a un hermano que peca si yo soy peor?

Segunda, si la ofensa cometida es personal, entonces el ofendido debe ser lo suficientemente santo como para desear la reconciliación. Muchos de nosotros, cuando nos ofenden, hablamos de la ofensa con todo el mundo, menos con el ofensor, dando preferencia al chisme más que a la obra de la reconciliación. La Escritura nos advierte que, cuando hacemos esto, estamos en peligro de juicio (ver Mt. 7:1-2; Stg. 4:11; 5:9).

Imaginémonos que un creyente peca,[18] e imaginémonos que la ofensa es contra usted. Usted debería entonces confrontarle con amor, gentileza y humildad. En la mayoría de los casos descubrirá que el ofensor no se dio cuenta de lo que había hecho, y de inmediato pedirá perdón. Por supuesto, usted se verá obligado a otorgar el perdón, y en ese momento empieza a preguntarse si es que usted es muy sensible. Muchas “ofensas” que la gente “recibe” deberían de obviarse suponiendo que no era la intención del ofensor el hacer ningún daño. Por ejemplo, sólo porque a usted le parecía que su pastor trataba de evitarle en la iglesia no significa que esa era la realidad. Tal vez él estaba ocupado atendiendo a otros.

Otra posibilidad cuando confrontamos a un ofensor es que él puede ayudarnos a entender nuestra contribución en la reconciliación. Podría suceder que diga que lo que él hizo se originó debido a que usted le ofendió primero. Si ese fuera el caso, ¿no tendría él que haberse acercado a usted primero? Sin embargo, usted ahora podría entender cuál fue el origen del problema y necesita pedir perdón. Su hermano, entonces, estará obligado a perdonarle, y la reconciliación vendrá.

Pasos dos y tres

Pero digamos que nada de esto sucede, y el ofensor se niega a reconocer su culpa o a pedir perdón. Entonces usted debería tomar a “uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra” (Mt. 18.16).

Ciertamente, antes de que usted pueda convencer a uno o a dos de confrontar al ofensor, tendrá que convencerlos de su caso. Tal vez deseen interrogar al ofensor antes de unirse a su causa. Tal vez hasta se convenzan de que el supuesto ofensor es inocente y le corrijan a usted. Si ese es el caso, tendrá que ir a buscar el perdón del “ofensor”.

Si usted es capaz de convencer a uno o a dos de su caso, entonces juntos, deben confrontar al ofensor una vez más. Con un poco de suerte, su adhesión a usted debería ser suficiente para convencerle a que admita su error y pida perdón, que luego resulte en reconciliación.

Rara vez sucede, pero si el hermano se niega a aceptar su error, entonces el asunto debe ser llevado ante la iglesia.[19] Esto, por supuesto, requiere que los líderes de la iglesia se involucren; los cuales sin duda deberán investigar todo a conciencia antes de decidir unirse a su causa. De nuevo, existe la posibilidad de que puedan descubrir que hay quejas válidas de parte de ambos, y que ambas partes necesitan buscar el perdón mutuo. Sin embargo, si se unen a su causa, usted puede estar razonablemente seguro de que tiene una queja justificada en contra de su hermano.

Cuando él descubra que toda la iglesia se ha unido a su causa y planea confrontarle en público, él tiene dos opciones, arrepentirse o irse de la iglesia. Es muy improbable que tenga que ser expulsado. Jesús dijo que él debería ser tratado como un “gentil y publicano” (18:17). Esto es, debería ser tratado como alguien que no ha sido regenerado, ya que esa es la condición de esa persona. Alguien que en realidad ha nacido de nuevo no hubiera resistido la condena colectiva de toda la iglesia. Por lo tanto, debería ser tratado como un incrédulo—en necesidad de ser evangelizado y de nacer de nuevo.

Si el ofensor se arrepiente…

Si, en algún punto antes, durante, o después del proceso de disciplina de la iglesia, el ofensor le pide perdón, usted debe perdonarle, o usted experimentaría la disciplina de Dios. Unos segundos luego de que diera las instrucciones sobre la disciplina de la iglesia, Jesús contó una historia sobre un esclavo a quien su rey le perdonó una enorme deuda. Aun así, ese esclavo se negó a perdonar a otro esclavo que le debía una cantidad mucho menor, y pidió enviar a aquel esclavo a prisión. Cuando el rey oyó sobre la falta de perdón de su esclavo, se “encendió en ira” y “le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía” (Mt. 18:34). Jesús luego nos prometió, “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mt. 18:35).

Ciertamente, el esclavo que no perdonó, de nuevo se hizo responsable por su pasada deuda la cual nunca pudo pagar, y se halló a sí mismo en el mismo estado en el que estuvo antes: sin perdón. ¿Son las personas sin perdón salvas? Jesús solemnemente advirtió que a menos que perdonemos los pecados de otros, no seremos perdonados (ver Mt. 6:14-15).

Falso perdón

¿Tenemos obligación de perdonar a aquellos que nos ofenden, pero que nunca admiten sus ofensas? ¿Debemos tratar a los ofensores sin arrepentir como si nada hubiera pasado? Estas son preguntas importantes que invaden las mentes de muchos cristianos.

Primero, debemos darnos cuenta de que no puede haber verdadera reconciliación si no hay comunicación, arrepentimiento y perdón. Esto se entiende fácilmente en el contexto del matrimonio. Cuando un cónyuge ofende al otro, hay tensión entre ambos. Tal vez no se hablen. Uno de ellos duerme en el sofá.

¿Qué puede ayudar a restaurar su relación? Sólo la comunicación, el arrepentimiento y el perdón. Tal vez simplemente traten de ignorar lo que ha sucedido. Podrían forzarse a sonreír y a hablar de otros asuntos. Pero aún hay algo entre ellos. Su relación ha sido dañada, y permanecerá así hasta que haya comunicación, arrepentimiento y perdón.

Si sólo uno es el ofensor, el ofendido puede intentar “perdonar”, tratando de olvidar lo que ha sucedido y seguir en la vida como si nada hubiera pasado. Pero cada vez que él ve al ofensor, la ofensa salta a la mente. ¿Por qué no puedo perdonar? Ese es el pensamiento angustiante.

La razón es porque él o ella intenta lo imposible, haciendo lo que Dios mismo no practica. Dios sólo perdona a los que se arrepienten. Él no espera que un creyente ofendido pretenda que no ha habido una ofensa cometida en su contra, y aceptar que el ofensor es una bella persona sin faltas. Es por eso precisamente que Jesús nos instruyó para confrontar al ofensor y, si no se arrepiente, llevarlo entonces a los pasos de la disciplina eclesiástica. En cualquier momento del proceso, si el ofensor se arrepiente, le debemos perdonar. Si Jesús esperara que un creyente ofendido “perdonara” y siguiera adelante, nunca hubiera dicho lo que dijo acerca de la disciplina eclesiástica. De nuevo, Jesús dijo,

Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale (Lucas 17:3-4, énfasis del autor).

Es posible, y esperado, que los creyentes amen a todos, aun a los ofensores no arrepentidos, tal y como lo hace Dios. Pero el amarlos no requiere necesariamente el perdón incondicional. Dios ama a todos, pero no todos obtienen su perdón.

Casos imposibles

Pero ¿y qué si es imposible, debido a circunstancias más allá de su control, el seguir el proceso de la disciplina eclesiástica? Por ejemplo, usted ha sido ofendido seriamente por un creyente con influencias, tal como el pastor quien no le permite hacer una cita con él. O, usted confronta a un ofensor que se niega a arrepentirse, y usted no halla a nadie dispuesto a acompañarle en la segunda etapa.

En tales casos, las palabras de Pablo aplican: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Ro. 12:18). Haga lo que pueda hacer; eso es todo lo que Dios espera.

A pesar de la situación, el Señor siempre espera que “volvamos la otra mejilla” y “caminemos la milla extra”. Como se dijo anteriormente, esto no significa que debemos permitir que nos abusen, sino solamente que debemos ir más allá de lo que la gente normalmente espera. Esto es verdad cuando tratamos con incrédulos quienes no han declarado ser seguidores de Cristo, de modo que llevarles a través del proceso ordenado por Dios para la iglesia sería imprudente.

Como ya dije antes, aunque Dios no perdona a nadie a menos que se arrepienta, Él aún ama a los que no se han arrepentido y deseosamente espera con los brazos abiertos recibirles en cualquier momento. Esta debe ser nuestra actitud hacia cualquier ofensor no arrepentido. No podemos perdonarle hasta que se arrepienta, pero podemos amarle, orar por él, y esperar con los brazos abiertos llenos de amor. El padre del hijo pródigo no fue a tierras distantes a ofrecerle a su hijo un préstamo a bajo interés, pero tampoco le volvió la espalda cuando vio a su hijo llegar a casa lleno de vergüenza. Él corrió y le abrazó. José no descubrió su identidad ante sus hermanos cuando ellos le visitaron por primera vez en Egipto, pero una vez que demostraron arrepentimiento un tiempo después, él les recibió con lágrimas.

El otro lado de la moneda

¿Qué pasaría si es usted el objeto de la disciplina en la iglesia? Un hermano se le acerca con un mensaje de que usted le ha ofendido. ¿Qué debe hacer usted? Debe tragarse cualquier brote de orgullo que aparezca en el momento, escuchar con atención, y evaluar lo que está diciéndole. Si piensa que su queja es justificada, debe pedir perdón. Si a usted le parece que la queja no es justificada, debe plantear su posición con gentileza y tratar de llegar a la reconciliación. Confiamos que tendrá éxito.

Si el hermano vuelve a usted con dos o tres más, y ellos apoyan al ofendido aun después de escuchar su versión de la historia, usted debe considerar seriamente lo que le dicen y admitir su error, para luego pedir perdón.

Si usted está convencido de que los tres están equivocados y ellos llevan el asunto a la iglesia, usted debe buscar una reunión con alguien del liderazgo, explicando cuidadosamente su versión de la historia. Si toda la iglesia apoya al hermano ofendido, usted debe admitir que erró y pedirá perdón.

Disciplina eclesiástica en reversa

La disciplina eclesiástica es una forma de la disciplina divina, ya que se hace por mandato de Dios. Es otra manera en que Él nos motiva a ser santos y un medio como mantiene pura a su iglesia.

En iglesias llenas de cristianos falsos, la historia es totalmente diferente. Conozco a un pastor piadoso que no quiso cantar a dúo con un hombre que iba a su iglesia y que él sabía que vivía en una relación de fornicación. Este hombre era miembro de una familia muy conocida de “pilares” de la iglesia, y cuando se enteraron de la “ofensa” que el pastor le había hecho, hicieron lo posible para remover al pastor de su cargo. Él juzgó al hombre y fue intolerante, dijo la familia, y la mayoría de la congregación les apoyó. Por lo tanto, pudieron destituir al pastor de su cargo. Esto es disciplina eclesiástica en reversa, ¡y es otra manera en que Dios mantiene a su iglesia pura!

Debemos considerar las tres motivaciones—amor a Dios, esperanza de la recompensa, y temor de la disciplina—como evidencia adicional de la maravillosa gracia de Dios hacia nosotros. Cada una es un regalo que Él no tenía que darnos, pero lo hizo, por su gracia. ¡Toda la gloria sea a Él por su santidad!

[1] Vea, por ejemplo, Gn. 27:40; Lv. 26:13; Dt. 28:48; 1 R. 12:10-11; Is. 14:25; 47:6; 58:6, 9; Jer. 2:20; 5:5; 27:8-12; 28:2-4, 14; 30:8; Ez. 30:18; 34:27; Os. 10:11; 11:4; Nah. 1:13; Chá. 5:1; 1 Ti. 6:1.

[2] 1 Co. 1:2; 6:11; He. 2:11; 10:10, 14 son ejemplos de los primeros usos de la palabra santificación.

[3] Ro. 6:19, 22; 1 Ts. 4:3; 1 Ts. 5:23; He. 12:14; 1 Pe. 1:2 son ejemplos de este segundo uso de la palabra santificación.

[4] Ver, por ejemplo, Ef. 1:15-19; 3:14-19; Fil. 1:9-12; Flm. 1:6.

[5] Ver Ro. 6:3; 7:1; 11:2; 1 Co. 3:16; 5:6; 6:2-3; 9,15-16, 19; 9:13, 24.

[6] En el próximo capítulo, aparecen cientos de escrituras que revelan la responsabilidad humana en la santificación.

[7] Ver, por ejemplo, Marcos 1:15; Juan 14:1; Hechos 17:30; Ap. 3:3.

[8] Esto parece ser una clave que muestra que las recompensas aquí mencionadas serán en esta vida.

[9] La palabra griega para “eliminado” (adokimos) en esta versión (NASB, versión de la Biblia en inglés), es la misma palabra que Pablo usó en 2 Co. 13:5 para describir a aquellos en quien Cristo no habita: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados (adokimos)?

[10] La “corona de la vida” a menudo se interpreta como una corona especial, literal que sólo ciertos cristianos recibirán. Nótese, sin embargo, que se promete a todos aquellos que aman al Señor, lo cual sucede con todos los creyentes auténticos. Nuestro amor al Señor es probado si perseveramos en la prueba.

[11] Este pasaje también nos ayuda a entender lo que realmente es “desviarse”, como a menudo se dice. Para que el “desvío” ocurra en verdad, una persona debe primero “encaminarse”. Lo que a menudo se conoce como desviarse no es sino cuando un pecador verbalmente profesa la fe Cristo y luego se vuelve aún más pecador. Nunca manifestó alguna indicación de que había “escapado de las contaminaciones del mundo por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo” (2:20). No puede ser justamente acusado de “abandonar su primer amor” (ver Ap. 2:4), porque Jesús nunca fue su primer amor.

[12] En un capítulo posterior, proveeré una cita de uno de los más conocidos maestros del Evangelio en los Estados Unidos de América, refiriéndose a esta absurda teoría.

[13] Otras dos escrituras relacionadas que vale la pena leer son Ezequiel 18:24-32 y 33:12-19.

[14] Contrario a lo que los Calvinistas quieren que nosotros creamos, el autor no se dirigía a hermanos hebreos quienes sólo estaban considerando si creían en Jesús o no. Él escribió a hermanos que ya estaban “participando de Cristo” (3:14), no a hermanos que estaban considerando participar de Cristo. Es más, les advirtió que mantuvieran “firme hasta el fin [su] confianza del principio” (3:14), algo que sólo un creyente que ya está seguro puede hacer. Más aún, el autor advierte a éstos hermanos que se cuiden a menos que aparezca en ellos un “corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (3:12). Aquellos que en el presente no hayan nacido de nuevo tienen corazones malos e incrédulos, por lo cual no hay peligro para ellos de que su corazón se llene de maldad e incredulidad. Finalmente, estos hermanos estaban en peligro de “apartarse del Dios vivo”, en tanto que los hermanos hebreos que tan sólo estaban considerando si participaban de Cristo ni siquiera se habían acercado a Dios todavía.

[15] Aquellos que aún no han sido persuadidos de que un cristiano puede perder su salvación deberían considerar todos los siguientes pasajes del Nuevo Testamento: Mt. 18:21-35; 24:4-5, 11-13, 23-26, 42-51; 25:1-30; Lc. 8:11-15; 11:24-28; 12:42-46; Jn. 6:66-71; 8:31-32, 51; 15:1-6; Hch. 11:21-23; 14:21-22; Ro. 6:11-23; 8:12-14, 17; 11:20-22; 1 Co. 9:23-27; 10:1-21; 11:29-32; 15:1-2; 2 Co. 1:24; 11:2-4; 12:21-13:5; Ga. 5:1-4; 6:7-9; Fil. 2:12-16; 3:17-4:1; Col. 1:21-23; 2:4-8, 18-19; 1 Ts. 3:1-8; 1 Ti. 1:3-7, 18-20; 4:1-16; 5:5-6, 11-15, 6:9-12, 17-19, 20-21; 2 Ti. 2:11-18; 3:13-15; He. 2:1-3; 3:6-19; 4:1-16; 5:8-9; 6:4-9, 10-20; 10:19-39; 12:1-17, 25-29; Stg. 1:12-16; 4:4-10; 5:19-20; 2 P. 1:5-11; 2:1-22; 3:16-17; 1 Jn. 2:15-2:28; 5:16; 2 Jn. 6-9; Jud. 20-21; Ap. 2:7, 10-11, 17-26; 3:4-5, 8-12, 14-22; 21:7-8; 22:18-19.

[16] Ver, por ejemplo, Ex. 15:26; Nm. 12:1-15; Dt. 7:15; 28:22, 27-28, 35, 58-61; 1 S. 5:1-12; 1 R. 8:35-39; 2 R. 5:21-27; 2 Cr. 16:10-13; 21:12-20; 26:16-21; Sal. 38:3; 106:13-15; 107:17-18; Is. 10:15-16; Jn. 5:5-14; Hch. 5:1-11; 1 Co. 5:1-5; 11:27-34; Stg. 5:13-16; Ap. 2:20-23.

[17] Debemos recordar que las iglesias primitivas (durante los primeros 300 años) eran pequeñas congregaciones que se reunían en casas. Es sólo en este escenario en donde tiene sentido juzgar a un miembro que no se arrepintió en dos oportunidades frente a toda la congregación para un juicio que terminaría en expulsión. En una iglesia más grande, el traer a tal persona frente a toda la congregación probablemente sólo causaría una lucha en el pueblo que ni siquiera conoce bien al miembro no arrepentido, cosa que sí es posible en una iglesia que se reúne en una casa.

[18] Es una historia muy diferente cuando un creyente peca contra usted, ya que no está sujeto a Cristo. El tratar de corregirle podría resultar en el cumplimiento de Proverbios 9:7: “El que corrige al escarnecedor, se acarrea afrenta; el que reprende al impío, se atrae mancha”.

[19] De nuevo, como se mencionó en la nota de pie anterior, las iglesias primitivas (por los primeros 300 años) eran bastante pequeñas en número y se reunían en casas, sin duda, un lugar más seguro para continuar con el tercer paso de la disciplina en la iglesia. En una iglesia más grande, este tercer paso debería seguirse llevando a la persona ante un grupo pequeño de gente que conozca a los involucrados.