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Jesús sanó básicamente con dos diferentes métodos: (1) al enseñar la Palabra de Dios para motivar a la gente enferma a que tuvieran fe para ser sanos, y (2) al operar en el “don de sanidad” cuando era la voluntad del Espíritu Santo. Por lo tanto, Jesús estaba limitado por dos factores en su ministerio de sanidad: (1) por la incredulidad de la gente enferma, y (2) por la voluntad del Espíritu Santo que se manifestaba en Él a través del “don de sanidad”.

Indiscutiblemente, la mayoría de la gente en la ciudad de Jesús no tenía fe en Él. Aunque ya habían escuchado de sus sanidades milagrosas en otros lugares, no creían en su poder sanador y, consecuentemente, Él no podía sanarlos. Además, aparentemente el Espíritu Santo no le dio a Jesús ningún “don de sanidad” en Nazaret y la razón no la sabemos.

Lucas escribe con más detalle que Marcos lo que pasó exactamente cuando Jesús visitó Nazaret:

“Vino (Jesús) a Nazaret, donde se había criado; y el sábado entró a la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Se le dio el libro del profeta Isaías y, habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor”. Enrollando el libro, lo dio al ministro y se sentó. Los ojos de toda la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta escritura delante de vosotros. Todos daban buen testimonio de él y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca. Decían: ¿No es este el hijo de José?” (Lucas 4:16-22).

Jesús quería que su audiencia creyera que Él era el ungido prometido del que hablaba Isaías en su profecía, esperando que ellos creyeran y recibieran todos los beneficios de su unción, la cual, de acuerdo con Isaías, incluía la libertad de los cautivos y oprimidos, al igual que la vista a los ciegos.[1] Pero ellos no creyeron, y aunque estaban impresionados por su habilidad para hablar, ellos no podían creer que el hijo de José fuera alguien especial. Reconociendo su incredulidad, Jesús respondió,

“Sin duda me diréis este refrán: “Médico, cúrate a ti mismo. De tantas cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaúm, haz también aquí en tu tierra”. Y añadió: de cierto os digo que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra” (Lucas 4:23-24).

La gente en la propia tierra de Jesús estaba esperando ver si Él podía hacer lo que habían escuchado que Él hacía en Capernaúm. Su actitud no era la de alguien con una fe expectante sino la de incredulidad. Por su falta de fe limitaron a Jesús y no pudo hacer milagros ni prodigiosas sanidades.


 

[1] Todo esto se podía referir a la sanidad física. La enfermedad se puede definir como una opresión, como la Escritura lo dice “Dios ungió a Jesús con el espíritu Santo y con poder y Él fue a dar las buenas nuevas y a sanar a quien era oprimido por el Diablo” (Ver Hechos 10:38).