Imagínese preguntando lo siguiente a un miembro promedio de su congregación, “¿A quién le corresponde hacer las siguientes cosas?”
¿Quién se supone que debe compartir el evangelio con los no salvos? ¿Vivir una vida santa? ¿Orar? ¿Amonestar, motivar y ayudar a otros creyentes? ¿Visitar a los enfermos? ¿Imponer manos y sanar a los enfermos? ¿Ejercer sus dones a favor de la iglesia? ¿Negarse a sí mismo por amor al Reino de Dios? ¿Hacer y bautizar a los discípulos, enseñándoles a obedecer todos los mandamientos de Cristo?
Muchos de los miembros de las iglesias, sin pensarlo, dirían, “todo eso es responsabilidad del pastor”, pero, ¿lo es?
De acuerdo con la Escritura, todo creyente debe compartir el evangelio con los no salvos:
“santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15).
Todo creyente se supone que debe vivir una vida santa:
“así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: “sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).
Todo creyente debe orar:
“Estad siempre gozosos. Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:16-17).
Todo creyente debe amonestar, motivar y ayudar a otros creyentes:
“También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos” (1 Tesalonicenses 5:14, énfasis agregado).
Todo creyente debe visitar al enfermo:
“estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y fuisteis a verme” (Mateo 25:36).