La seguridad de la salvación

¿Es posible estar seguro de la salvación? ¿Puede una persona estar segura que, si muriera en este momento, sería salva? Por supuesto que sí. El apóstol Juan escribió:

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios (1 Jn. 5:13).

Los maestros de la gracia falsa frecuentemente citan este único versículo para sostener la confianza de todos aquellos que profesan creer en Jesús. Pero a menudo se pierde completamente el significado que Juan quiso darle.

En primer lugar, Juan dijo que él les escribió a aquellos que creen en el nombre del Hijo de Dios, no a aquellos que profesan que son salvos al creer en una doctrina de salvación. No es creer que la salvación es por gracia a través de la fe que nos salva—somos salvos al creer en una persona divina. Y si creemos que Jesús es una persona divina, actuaremos, hablaremos y viviremos de tal modo que nuestra fe sea evidente.

Más aún, observe que Juan dice que él ha escrito “estas cosas” para que sus lectores puedan saber que tienen vida eterna. ¿De qué cosas hablaba? Juan hizo esta declaración en el cierre de su carta en referencia a todo lo que había escrito. Había escrito toda su carta para que sus lectores pudieran saber que tenían vida eterna. Al evaluar sus vidas a la luz de lo que él dijo que caracteriza a todos los creyentes verdaderos, podían determinar si eran genuinamente salvos.

Al compararnos con lo que Juan dijo que distingue a los creyentes auténticos, podemos también determinar si la gracia de Dios realmente nos ha cambiado. Si es así, estamos seguros de nuestra salvación. Esto no es confiar en nuestras obras para salvación. Más bien, es recibir la seguridad de la salvación por medio de la evidencia de la gracia de Dios que obra en y a través de nosotros. Muchos antinómicos se ciñen a la memoria de una oración hecha una vez por la falsa seguridad de su salvación, en tanto que los cristianos genuinos pueden mirar sus vidas y ver la obra de la gracia transformadora de Dios. Podemos saber[1] que somos salvos.

¿Qué escribió Juan que nos ayuda a hacer nuestra evaluación? ¿Cuáles son las características que distinguen a los creyentes auténticos? Juan repetidamente menciona tres pruebas. Una es moral (ver 2:3-6; 2:28-3:10); la segunda es social (ver 2:7-11; 3:11-18; 4:7:21) y la tercera es doctrinal (ver 2:18-27; 4:1-6). Estudiemos las tres.

La prueba moral: Obediencia a los mandamientos de Jesús

Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo (1 Juan 2:3-6, énfasis del autor)

Si guardamos los mandamientos de Jesús, (1) sabemos que llegamos a conocerle y (2) sabemos que estamos en él.

Algunos quieren que creamos que “conocer a Jesús” es una expresión que se refiere a los cristianos que son más maduros en Cristo. Los cristianos jóvenes e inmaduros no “conocen” realmente a Jesús tan bien como los cristianos más viejos. Se concluye, entonces, que Juan afirmaba que es posible diferenciar a los cristianos maduros e inmaduros por nuestra obediencia o desobediencia. ¿Pero fue eso lo que Juan dijo?

Ciertamente no, por varias razones. En el pasaje que acabamos de leer, Juan también usó la expresión, “en él”, afirmando que también podemos saber si estamos en Cristo si guardamos sus mandamientos. Cualquiera que haya leído el Nuevo Testamento sabe que todos los cristianos verdaderos están en Cristo, no sólo los cristianos más maduros. Ya que aquellos que están en él y aquellos que le conocen se distinguen por cumplir sus mandamientos, el conocerle a él debe ser equivalente a el estar en él.

En segundo lugar, Jesús también usó la misma expresión, el conocerle a él, como equivalentes a ser salvos:

Ellos [los fariseos] le dijeron: ¿Dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais (Juan 8:19, énfasis del autor).

Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas [las que son salvas], y las mías me conocen (Juan 10:14, énfasis del autor).

Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto (Juan 14:7, énfasis del autor, cf. 1 Juan 3:6).

Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado (Juan 17:3, énfasis del autor).

En tercer lugar, Juan también usó la expresión, conocerle a él, en otro lugar en su primera epístola que claramente equipara el conocer a Jesús con el ser salvo:

Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él (1 Juan 3:1, énfasis del autor).

Finalmente, el contexto de la expresión, conocerle a él, dentro de la epístola de Juan, que se trata de las pruebas de la fe auténtica, brinda mayor apoyo a la idea de que la expresión es aplicable a todos los verdaderos creyentes. Por ejemplo, en la segunda discusión de Juan de la prueba moral, él sin duda afirma que “practicar la justicia” es la evidencia de ser nacido de nuevo:

Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados. Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él (1 Jn. 2:28-29, énfasis del autor).

Por estas razones, podemos concluir que cuando Juan escribe sobre “conocer a Jesús”, no se refiere a estar en íntima comunión con Jesús como sí lo están los cristianos más maduros, sino que se refiere a ser salvo. Aquellos que le conocen, le obedecen.

Juan reitera la prueba moral en párrafos posteriores:

Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro. Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley. Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él. Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido. Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios (1 Juan 3:2-10, énfasis del autor).

¿Cómo podría estar más claro? Por su gracia, Dios transforma en hijos obedientes a aquellos que verdaderamente creen en Jesús. Juan escribió “estas cosas” para que sepamos que tenemos vida eterna” (1 Juan 5:13).

¿Está usted obedeciendo los mandamientos de Jesús? Tal vez desee revisar la lista de los mandamientos de Jesús en el capítulo nueve. Ningún cristiano los obedece a la perfección, pero todos los cristianos genuinos se caracterizan más por la obediencia que por la desobediencia.

La prueba social: Amando a los hermanos

Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros. No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas. Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece. Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte. Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida permanente en él (1 Juan 3:11-15).

Cuando nacemos de nuevo, Dios, por su Santo Espíritu viene a vivir en nosotros impartiéndonos su naturaleza. Dios es amor, Juan dice (1 Juan 4:8), y así en el momento en que Dios viene a nuestro ser interior, su amor también nos toca. Pablo escribió, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

Aquellos que son nacidos de nuevo espiritualmente encuentran que, en particular, poseen un amor sobrenatural por sus hermanos en la fe, sus hermanas y hermanos espirituales. De hecho, si sus parientes no son salvos, realmente prefieren pasar su tiempo con sus familiares espirituales. O, cuando un auto en la carretera les pasa de cerca con una calcomanía que dice “Amo a Jesús”, sienten un calor especial por aquellos ocupantes desconocidos del vehículo. Si hubieran vivido en los tiempos del filósofo griego, Celso, también hubieran sido el blanco de su crítica: “¡Estos cristianos se aman aun antes de conocerse!”.

Este amor otorgado divinamente va más allá de los abrazos y apretones de manos después de la iglesia. Es el mismo amor que Dios tiene por sus hijos, cuidadoso y compasivo:

En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:16-18).

El amor que los cristianos genuinos poseen unos por otros es tan real que les identifica como discípulos de Cristo a la vista de los inconversos (ver Juan 13:35) y les distingue de los inconversos a los ojos de Dios (ver Mt. 25:31-46). Aquellos que no aman a sus hermanos no aman a Dios (ver 1 Juan 4:20).

Por supuesto, este amor puede crecer, y aquellos que realmente lo poseen no siempre lo muestran a la perfección. No obstante, cada creyente genuino es conciente de la reserva interior que tiende a mostrarse a través de sus ojos, manos, pensamientos y palabras. Este creyente genuino ama a otros discípulos de Jesús. ¿Los ama usted? Juan escribió “estas cosas” para que nosotros “sepamos que tenemos vida eterna” (1 Juan 5:13).

La prueba doctrinal

¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre… Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios… Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él (1 Juan 2:22-23; 4:15; 5:1).

Esta prueba doctrinal es a menudo la única prueba considerada como válida por los antinómicos. Si alguien confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, se considera salvo, aun si falla las otras dos pruebas de Juan. Tenga en mente que es posible confesar verbalmente la fe en que Jesús es el Cristo e Hijo de Dios, en tanto que a la vez puede negar su fe con sus acciones. Por lo menos cuatro veces en su primera epístola, Juan escribe sobre aquellos cuyas acciones anulan sus palabras:

El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él (1 Juan 2:4, énfasis del autor).

El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo (1 Juan 2:6, énfasis del autor).

El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas (1 Juan 2:9, énfasis del autor).

Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? (1 Juan 4:20, énfasis del autor).

A la luz de esto, seríamos ingenuos al pensar que pasaríamos la prueba doctrinal si no aprobamos ni la prueba moral ni la social. Las tres son igualmente importantes. Observe como Juan une las tres en una afirmación abreviada hacia el final de su carta:

Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo [la prueba doctrinal], es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él [la prueba social]. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos[la prueba moral] (1 Juan 5:1-2).

Juan escribió estas cosas “para que sepan que tienen vida eterna” (1 Juan 5:13). La carta de Juan colma de seguridad a aquellos que en verdad han nacido de nuevo, en tanto que advierte a aquellos cuya fe es falsa. Como escribiera en la introducción a este libro, si yo estuviera engañado en lo concerniente a mi salvación, es mejor que me dé cuenta ahora y no después de muerto. Ahora hay tiempo para arrepentirse y confiar en Jesús—luego será muy tarde.

Aquellos con conciencias demasiado sensibles

He descubierto que existe un pequeño porcentaje de legítimos creyentes en Cristo que se alarman indebidamente sobre su estado espiritual luego de leer un libro como éste, básicamente debido a su personalidad. Son fieles a Cristo y tienen estándares muy altos para sí mismos. A menudo son perfeccionistas en sus vidas personales. En algunos casos, fueron criados bajo la influencia de un padre o una madre muy demandante, ante cuyos ojos nunca sintieron que “daban la talla”. En otros casos, han pasado algún tiempo aprisionados en iglesias legalistas, en donde el tema de los sermones siempre era el pecado y nunca la gracia, o en donde los estándares externos como el peinado o el largo del vestido eran la prueba tornasol de la salvación propia. Tal vez fueron adoctrinados para creer que perdían su salvación cada vez que pecaban.

Estos son cristianos que, por falta de una mejor manera de expresarlo, tienen conciencias altamente sensibles. Son rápidos para condenarse a sí mismos. Si diezman y ayudan a tres niños pobres, se sienten culpables por no ayudar a cuatro y luego se preguntan si son salvos. Sirven a otros sin egoísmo en la iglesia, pero como luchan para llevarse bien con un viejo diácono irritable, se preguntan si en verdad han nacido de nuevo. Comparten el evangelio con sus compañeros de trabajo, pero se sienten culpables porque no han dejado su trabajo para ser misioneros en Haití. Son cristianos del treinta por ciento y no del cien por ciento (ver Marcos 4:8). No son adúlteros, ni fornicarios, ni homosexuales, ni idólatras, ni borrachos, ni mentirosos, ni ladrones, pero como no son perfectos, temen ir al infierno, aunque su vida se caracteriza por la rectitud.

Tales creyentes sólo pueden ser controlados por la palabra de Dios. Si usted es uno de esos creyentes, le exhorto a que lea el Nuevo Testamento y note las imperfecciones de muchos de los redimidos. Todos nos tambaleamos en alguna manera, especialmente en lo que decimos (ver Stg. 3:2). El fruto del Espíritu aún tiene espacio para crecer y madurar en todas nuestras vidas. La obra de Dios en nosotros no se ha completado aún. Entonces no permita que el diablo tuerza lo que Dios ha dicho y le condene. Dios le ama, y, hasta ahora, su único hijo perfecto es Jesús.


[1] Ciertamente, la primera epístola de Juan podría ser clasificada como “la carta acerca del conocimiento”. La palabra saber (o conocer) se encuentra cuarenta veces en sus cinco capítulos.